Crónica de mi viaje a Atenas
Claudia Gómez, diciembre de 2019
Crónica de mi viaje a Atenas.
Con mucho miedo, así comenzaba mi viaje a Atenas.
Era la primera vez que viajaba tan lejos, aunque mi miedo a volar no me impedía perder la ilusión por conocer un nuevo destino. Cuando era niña, recuerdo que me encantaba mirar por la ventana del avión, siempre me la pedía, incluso era como una pequeña lucha interna contra mi hermano por ver a quién le tocaba. Además, he tenido la suerte de que mis padres me han llevado a conocer numerosos lugares, lo que me ha permitido viajar en avión en varias ocasiones durante mi infancia. Tras un parón en mi vida, en el que estuve varios años sin pisar uno, comencé a experimentar una especie de fobia que iba creciendo paulatinamente, convirtiéndose en una leve ansiedad que aparecía cada vez que me montaba en el avión. Aún así, un día decidí que el miedo no podía paralizar mi vida y menos impedirme viajar, mi mayor afición del mundo.
En marcha me puse en cuanto mi mejor amiga me dijo que se iba de Erasmus. Sí, de Erasmus a Chipre, a la otra punta del Mediterráneo., rozando el país asiático. Por eso decidimos vernos en un punto intermedio, yo vuelo directo desde Madrid y ella desde Lárnaca, el aeropuerto más importante de los tres que hay en la isla de Chipre. La verdad que no conocía Atenas más allá de fotos de redes sociales que habían colgado otras personas. Aunque, no sé por qué, tenía una imaginación bastante peculiar en mi cabeza sobre ella. Tal vez una ciudad típica de esas películas con carros, donde las personas de la época de la Antigua Grecia tenían un aspecto especial, con una indumentaria característica: telas recogidas y atadas en torno al cuerpo, y las míticas sandalias con muchas cuerdas de rodilla para abajo.

Todo hay que decir que lo que empezó como una simple visita, acabó siendo uno de los mejores descubrimientos.
Tomamos tierra entre montañas y playas, casi rozando con el tren de aterrizaje del avión la superficie del mar, en en el Aeropuerto Internacional de Atenas, para los nativos “Eleftherios Venizelos”. El recorrido fue bastante tranquilo. Al final mis miedos y mis nervios se quedaron, como todos me decían, en algo pasajero. Llegar a un sitio nuevo es como aprender a vivir, familiarizándose con sus vivencias y sus costumbres. Esta primera experiencia fueron los horarios.
El sol no daba tregua y comenzaba a asomarse por el este a las siete de la mañana. Aunque parezca una hora prudente, los atenienses incluso comenzaban su actividad antes de la salida del sol. Por lo tanto tocó adaptarse. Como buenas extranjeras del lugar, comíamos a las doce y nos acostábamos a las diez. Parecía el día de la marmota. Amanecía en Atenas con el alba e inmediatamente nos poníamos en marcha para aprovechar al máximo el día y la luz.
En la cima, junto al monumento más importante e increíble de esta ciudad, la Acrópolis, iniciábamos el primero de los cuatro días que íbamos a estar pateándola. La verdad que se nos hicieron muy cortos, pero nos sirvió para apreciar el encanto de la capital griega. El viento que hacía era espectacular aunque parecía propio de los ciento cincuenta y seis metros de altura que nos separaban del nivel del mar. Hasta hacerse un selfie era casi misión imposible. Nos encontrábamos en el punto más alto de la ciudad, donde pudimos divisarla entera y apreciar su amplia superficie.
La lluvia también nos acompañó en nuestra visita, algo que jugó una mala pasada a muchos de los allí presentes, ya que, este tipo de monumentos están formados por grandes mármoles que hacían resbalar a todo aquel que intentaba ver todos los rincones de este emblemático lugar. Paraguas doblados o rotos y turistas en el suelo, era la viva imagen del particular tiempo que nos tocó vivir ese día.
Si hay algo que más necesite antes de llegar al destino propiamente dicho, es hacer una planificación perfecta del viaje. Ahí es donde se le da comienzo a lo que la palabra ‘viaje’ implica realmente: felicidad, ilusión, diversión, paz… Dentro de este, el lugar estrella que marcó el mío fueron los monumentos, el sustento principal de esta ciudad por su gran antigüedad histórica.
Desde que salí de Madrid iba con el prejuicio en mi cabeza de que me iba a dar de frente con una de las ciudades más caras de Europa. “Llévate bien de dinero”, me decían. Mi sorpresa llegó cuando descubrimos que todas las entradas a lugares icónicos eran gratis para menores de veinticinco años. No obstante, esto no fue tan fácil como parece, sino que tiene una buena anécdota detrás. No recuerdo con mucha exactitud las palabras de la dependienta, pero fueron algo así como:
– Are you coming together? – Nos preguntó. Por lo que miré rápidamente a mi amiga para que tuviera ella la iniciativa de responderle.
– Yes. – Respondió mi amiga Isa.
– Where are you from and how old are you? – Volvió a preguntar. A lo que nos quedamos un poco sorprendidas pensando por qué nos hacía este tipo de preguntas… – (…)
Lo cierto es que los idiomas no son lo mío, aunque en mi defensa tengo que decir que en algunos sitios no te informaban como deberían sobre esta ventaja. Aun así, gracias al inglés fluido de mi amiga y su interacción de más de cinco minutos con la mujer que se encargaba de vender los tickets, conseguimos ahorrarnos una buena cantidad de dinero.
Desde que pisé tierra firme pude darme cuenta del diferente estilo de vida que tienen los lugareños con respecto a nosotros en España. Aparte de cosas típicas como cruzar fuera de los pasos de peatones, como si con ellos no fuera la cosa, así a lo loco, esperando o más bien, rezando para que el vehículo que se abalanza contra ti se detenga; la comida es una de esas cosas distintas, y no solo por la diferencia horaria, más propia del noreste de Europa.

Aún siendo una ciudad europea, tiene bastantes rasgos propios de su país vecino: Turquía. Las especias y las salsas podría decir que es lo que más destaco de ella. Su gastronomía se caracteriza, aparte de por su buen sabor, que es innegable, por su aroma. Los platos más coloridos que he visto nunca creo que han sido aquí, en los restaurantes más recónditos de Atenas. Carne asada parecida a la de los kebab e ingredientes propios del mediterráneo como el tomate o la cebolla, enrollados dentro del pan de pita, daba lugar a los «gyros», una de las especialidades más gratificantes para mi paladar y, al parecer, el de muchos turistas.
El camino de treinta y cinco kilómetros de autobús hasta llegar a la zona céntrica de la ciudad desde la terminal, me sirvió para ver el paisaje que me rodeaba. Si observas Atenas desde el mirador más alto como el Monte Licabeto, lugar al que decidimos subir para descubrir las mejores vistas de la ciudad, se puede apreciar que el color predominante de sus edificios es el blanco mármol, por su gran cantidad de monumentos del Ágora de Roma. Tan alegre como triste, la pobreza se palpaba en sus calles y avenidas, en sus gentes, muchos de ellos albergando a la intemperie.
Pese a esto, Atenas es una ciudad que atrapa. En el segundo día, hicimos algo que no podía faltar: ver el cambio de guardia. Nos levantamos muy temprano y estuvimos recorriéndonos los alrededores esperando a que llegaran las once de la mañana para verlo. En la Plaza Syntagma, una de las más conocidas por su ubicación y por encontrarse el Parlamento de Grecia, es donde pudimos ver este famoso acontecimiento que se repite en decenas de ciudades europeas. Obviamente, en cada lugar tiene algo de especial y este no se puede dejar pasar por alto.
Recuerdo que frente al Parlamento estaban los llamados «evzones» custodiando la institución. Hombres únicamente, de una llamativa altura. Su vestimenta fue lo que a todos los que estábamos allí nos llamó más la atención. Además de la tradicional falda blanca plisada y la chaqueta azul marino como si fuera un vestido, las medias claritas en un tono blanco roto y el gorrito junto con una borla en su lado derecho; los zapatos eran lo más despampanante que había visto, una especie de manoletinas clásicas con un pompón en su punta. Nadie podía parar de fotografiar la peculiar escena.
Y mira que yo en mi infancia hice gimnasia rítmica, pero la elasticidad que tenían los soldados era digna de admirar. En minucioso silencio, aunque con el sonido propio de una ciudad bastante transitada, comenzaron su “baile” bajo la vigilancia de un superior controlando que todos sus movimientos fueran correctos. Tan solo un curioso sonido contra el suelo podía escucharse por la suela metálica que llevan sus zapatos, formando parte del ‘espectáculo’. Poco más o menos de quince minutos fue lo que duró el singular desfile. Seguidamente, cuando ya fueron relevados, se colocaron en posición firme, con la cabeza alta, sin poder hacer ningún movimiento para que los visitantes se fueran acercando a fotografiarse con ellos.

El Antiguo Cementerio de Kerameikos es el claro ejemplo de que, cuando vas caminando por Atenas, te encuentras ruinas prácticamente a cada paso que das. También, junto a la Plaza Monastiraki, se encuentra la Biblioteca de Adriano, una arquitectura de la antigua Ágora romana. En nuestro tercer y último día por la capital de Grecia, nos dedicamos más que nada a pasear, sin ninguna prisa, abiertos a observar todo lo que nos fuéramos encontrando, pero no con un objetivo concreto.
A medida que íbamos recorriendo sus calles, te dabas cuenta que no había una igual que otra. Esta diferencia puede apreciarse, sobre todo, según los distintos barrios de la ciudad. Cuando acudimos a la zona del puerto para ver cómo era aquello, su dejadez nos dejó asombradas. Pintadas y mucha suciedad en sus aceras y esquinas, parecía que no se hubiese cuidado en meses, o no sé, incluso años. Lo mismo pasaba con el barrio de Monastiraki, donde estaba nuestro apartamento.
Algo que también nos llamó mucho la atención fueron los vehículos que veíamos a nuestro paso. Eran viejos, muy viejos, como si se hubiera detenido el tiempo. Nos detuvimos ante un furgón, atónitas, observando sus golpes en la carrocería y los asientos en su interior desgastados por el uso, símbolo, nuevamente, de la pobreza que tiene y tenía el país.
Ahora bien, como toda moneda tiene dos caras. Así que, pudimos encontrar y conocer otras zonas aparentemente más lindas. El Barrio de Plaka es uno de los más famosos y con mayor encanto. Un hombre de una cafetería donde nos sentamos después de haber almorzado, que algo manejaba el español, nos dijo que le llamaban el Barrio de los Dioses por encontrarse a la sombra de los templos de la Acrópolis. Además, es la zona más turística, donde sus calles adoquinadas están repletas de tiendas para comprar souvenirs. Y claro, no podía faltar nuestra caminata en busca de un detalle para la vuelta a casa, no solo para mi familia, sino también para mí, con algo con lo que poder recordar esta experiencia.
En nuestras últimas horas por el centro de Atenas y a poca distancia de donde estábamos, subimos a visitar otro barrio dentro de Plaka, la Anafiotika. A pesar de tener cuatro calles contadas, era un lugar mágico. Sus pequeñas casas irregulares, con las contraventanas pintadas en azul, le daba completamente un aire a la arquitectura y diseño propio de las islas griegas.
Eran las doce y media de la mañana. Se acababa el puente de diciembre y con él, este maravilloso viaje. Fuimos al apartamento a recoger las maletas y dejar las llaves para poner rumbo al aeropuerto. Tocaba deshacer el camino que el primer día, cuando pisamos tierra firme en la capital griega, me dio tanta vida. Llegó la hora de decir adiós, adiós a uno de los viajes más satisfactorios que he realizado. En el autobús los ojos me brillaban pensando en todo lo que había vivido esos días, todo lo que había podido desconectar, alejándome de los problemas para poder ver la vida de otra manera.
Para mí, viajar es como respirar aire fresco. Viajar es paz, amor, el reencuentro con uno mismo y con lo que tienes en tu yo interior. Y no hay nada que más me guste que poder compartir ese momento, ese viaje, con alguien importante. Ahora, puedo decir que Atenas me regaló los mejores días de todo el año. Fue una recarga de pilas para volver con más fuerza.
Claudia Gómez, Periodista.
Crónica de mi viaje a Atenas.